Me pueden quitar el dinero, amor o amigos... pero el escribir, eso ni el mismísimo Leviatán...

miércoles, 18 de agosto de 2010

UN DÍA QUE PUDO SER COMÚN


Me siento desesperado, triste, sucio y culpable. Contarle a mi madre, ni pensarlo. Confesarlo a mi padre, pasarían muchos lustros para volver a caminar. La golpiza seria tremenda. Hablar con mi amigos, dirán que soy un trastornado. ¿Qué hacer, qué decir?


Escribir es una forma de vomitar mis demonios. Un estilo de conversar con alguien. Una opción de descargar mis frustraciones y temores, sin romper algún mueble o ventana. De sentirme yo mismo, sin atarme a esos estúpidos prejuicios que a esta sociedad tanto ha corrompido.


No me acuerdo si era un viernes o sábado. Mi memoria solo recuerda aquel día como uno lleno de soledad. Con ganas de zafarme de toda esa inmundicia. Superación que en esta vida es sinónimo de patear cabezas y romper amistades a cambio de una mejor posición.


Era media tarde. Yo, solo, sentado en la banca, frente al punto chupistico de siempre. Las Cabinas de Internet de Segundo. Como nunca, ninguno de mis soldados de batallas por el alcohol se encontraba. Únicamente estaba Nelson.


Nelson Chupin es uno de esos individuos que siempre está en las reuniones a un lado del grupo. Nunca habla y solo lo hace para decir… que ya no hay trago, saca media caja mas, yo pago. Ese día fue distinto.


Sabía que me miraba de reojo. El pensaba que no. Yo sabía que si. Lo notaba extraño, algo inquieto. La gorra ensombrecía su semblante. Sacaba su celular y hacia una finta. Veía sus mensajes de texto. Nadie lo llamaba.


Pasaron varios minutos. Tal vez veinte, creo que fueron treinta. Yo seguía en el mismo lugar. Peleando y peleando con mis demonios internos. De pronto, Nelson se paró violentamente. Se acercó y me comenzó a contar de un montón de cosas que no tenían sentido.


Hablaba de su madre a voz media partida. Se callaba por algunos segundos. Miraba al cielo. Retomaba la charla contando sobre las hembras que había tirado. Se volvía a sentar. Luego se paraba y caminaba de un lado al otro.


Saqué un cigarrillo era agosto. Intenté prenderlo. Espera me dijo. Yo tengo uno ya encendido. Fumamos del mismo pucho. Una, dos, tres, hasta seis veces.


El cuerpo se me hizo más ligero. El habla se me hizo más ligera. Los sonidos y olores parecían más intensos. Las risas se hacían más y más frecuentes y por alguna extraña razón mi pene estaba más erecto que nunca.


Las hembritas pasaban. Las veía patonazas y tetonazas. Mi floro, normalmente modesto, se convertía en algo más que eso. Al menos, ellas volteaban.


El cansancio se hacía más intenso. Era extraño. No había corrido, solo estaba sentado, en el mismo lugar.


Mi cuerpo pedía líquido. Me sofocaba. Se hacía más y más insoportable. Toqué la puerta de Segundo. Me miró con una inusual extrañeza.


Agua fue lo que pedí. Respondió con una risa. Parecía una risa con gran eco como en las películas. Mi cuerpo se comenzó a incendiar. Todo me quemaba. Me recosté en la pared. Poco a poco me deslicé hasta quedar sentado en el suelo.


Todo parecía tan lento. Tan tranquilo. Tan silencioso. A lo lejos se escuchaba una canción de Led Zeppelin – mi grupo preferido- la batería, guitarra, voz y bajo eran tan claros. Recién comprendía el verdadero sentido de la vida.


Al menos eso me hizo sentir, por algunos minutos, la marihuana.

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